Trasladar al plano de la creación la fervorosa voluptuosidad con que, durante nuestra infancia, rompimos a pedradas todos los faroles del vecindario. O. G.

¿cómo nombrar con esa boca,
cómo nombrar en este mundo con esta sola boca en este mundo con esta sola boca?
Olga Orozco


Es como si ordenáramos nuestra biblioteca...

Como si un día, desprevenidos e inocentes, nos asaltara nuestro lado más supersónico, más abejorro. Entonces, si eso pasara, sacaríamos los libros uno a uno, los dejaríamos reposar horizontales sobre la alfombra y ellos confundidos se preguntarían qué pasa.

Quizás también contaríamos con la ayuda de un plumero o una gamuza, y nos dispondríamos a arar cada estante en busca del blanco o del marrón más puro. Descubriríamos entonces libros olvidados y olvidos en los libros. Nos visitaría una receta de cocina, un número telefónico. Tal vez una moneada, o una carta nunca enviada.

¡Pero qué polvo tiene locke y cuanto locke en el polvo!

La biblioteca, como una huerta infértil ya no existiría. La alfombra, recubierta de pedazos de conocimiento fragmentado, se sentiría rara.

Y nosotros despiadados, flagelaríamos a cada cosa con los ojos y, desesperados, seleccionaríamos criterios.

Infantiles por allá, diccionarios de este otro lado. Cuentos acá , novelas allí.

Se sentirían tristes Oliverio y Shakespeare al ya no rozarse. Mirarían con odio Alejandra y Julio.

Luego diríamos, por un lado ficción y del otro la ciencia- convencidos que es tan simple divorciar la realidad de la fantasía. Y Margaret Mead extrañaría a René Barjavel.

Y la biblioteca quedaría como la escena del crimen, como el papel picado después de la piñata, como el algodón de azúcar cuando nadie sonríe.

Nosotros, que podemos ser más Bush que el propio Sadam Hussain, sonreiríamos satisfechos. Perversos y satisfechos. Hasta que, por ejemplo, volviéramos la espalda y encontráramos quizás un ejemplar rebelde. Quizás por olvido, quizás por karma, nos esperaría allí ese caso indescifrable.

Podría ser un Lewis Carrol o un Carlos Castaneda. El pánico nos recorrería y frunciríamos las muecas. ¿Dónde ubicarlo en la ya completa torre de arena?

Finalmente, podrían suceder varias cosas.

Podríamos huir resignados o jugar un rato al Jenga. Probar combinaciones que no alteren el esquema, que no invoquen supersticiones.

Si ponemos aquí podemos mover estos dos allá, total Alejandra también escribió prosa.

De ceños fruncidos y labios papel crepé enfrentaríamos cabizbajos que las cuentas no cierran, que el balance no da.

El hermanastro rebelde correría riesgo en nuestras manos nerviosas y lo ubicaríamos quizás en posición horizontal, en un reposo incómodo sobre libros clasificados.

Y cuando cada día nos arrimásemos a la torre caída, nos dolería bastante ese cabito suelto, esa baldosa floja, ese fraude en el esquema. Nos pesaría en el ego como plomo y respiraríamos hondo y olvidaríamos, como siempre.

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