Miro el cielo y me parece hermoso. Acto seguido, sé que algo terrible va a sucederme. Lo sospechaba hace ya algún tiempo pero ahora, frente a las vías del tren, la fórmula se va inscribiendo como en la piedra. No creo en muchas supersticiones y tengo, para serles sincero, poquísimas certezas- una incertidumbre más me impide afirmar que ninguna-. Sin embargo esto lo sé: Cada vez que me percato de la hermosura del cielo, sucede algo más bien catastrófico. O asombroso, o bello, pero no por bello o asombroso menos terrible.
Y esto, lo sé. Pocas cosas sé pero esto lo sé.
De golpe, la perfección espanta. Recorre mi cuerpo como lo harían corrientes eléctricas.
Nadie entiende nada. Yo tampoco, esto también lo sé. Es que apenas estamos listos para desenrollar alguna verdad chiquitita, abrimos la boca, afilamos el lapiz, recargamos la pluma y chau: Volvemos al inicio. Por ejemplo ahora que les cuento a ustedes, como si entendieran, que va a sucederme algo terrible y que yo esto ya lo sé. Si no me conociera diría que esto se parece poco a poco a una súplica, un ruego.
Cuento los colores del cielo: celesteazulturquezagrisnaranjarosa.
Me siento desolado y es porque de repente hay algo que sé. El presagio esta ahi, inscrito en ese cielo, a cada soplo más hermoso, más delicioso. Y más escalofriante, por supesto. Más temible, desopilante y cruel. Sin darme cuenta soy un niño que recuerda estar jugando a la mancha cuando es tocado. Pido gancho, quiero decir. Pero es tarde.
Un efecto hipnotico se escapa de las nubes, se va expandiendo.
Veo claras batidas a nieve y yemas revueltas. Papel de arroz. Siento que toco el azul con los ojos, es suave como un pétalo. Un dedo mío busca al otro por entre el pétalo. Me dicen que no por gozar la suavidad del pétalo está menos muerta la flor. Hablan de lo efímero.
Las nubes son algodones de azucar lentamente saboreados por mi retina. Más efímero.
El cielo y los presagios. Yo lo sé. Y saben ustedes, bien podría cerrar los ojos.
La explosión, la combinación mortal está en ese apego entre mis ojos y el cielo. Las nubes reflejadas en mis pupilas son el extremo, puntiagudo y tambaleante del trampolín.
Si ganaran fuerza mis párpados, la catastrofe se disiparía como en el mar un terrón de azúcar, imagino yo. Me pregunto si seré capaz. Esto ya no lo sé. Supuestamente es anatómicamente posible pero...
Queda poco tiempo. Yo, sigo mirando el cielo. Es curioso que, cuando está por ocurrir algo terrible, la gente suele juntar sus pestañas posteriores con las inferiores. Antes de la inyección, previo al salto, los parpados se arrugan. Y sin embargo yo , ojalá pudiera. Pestañear. Saltar.
Queda poco tiempo y esto sí que lo sé.
En la soledad del que sabe un poquito más, presiento que debo hacer cuanto pueda para evitar el horror. Esto implica, claramente, cerrar los ojos.
Pocas veces he sido valiente y martir. Pero esta vez, sacrificar un pedacito de cielo parece ser la más feroz de mis responsablidades, la sufrida obligación de todo héroe.
Y lo hago.
Qué calamidad enfrentar, párpados pegados, que el cielo sigue ahi, divina y hermosamente catastrófico, desafiante, casi sonriendo por haberme vencido.
Y esto, lo sé. Pocas cosas sé pero esto lo sé.
De golpe, la perfección espanta. Recorre mi cuerpo como lo harían corrientes eléctricas.
Nadie entiende nada. Yo tampoco, esto también lo sé. Es que apenas estamos listos para desenrollar alguna verdad chiquitita, abrimos la boca, afilamos el lapiz, recargamos la pluma y chau: Volvemos al inicio. Por ejemplo ahora que les cuento a ustedes, como si entendieran, que va a sucederme algo terrible y que yo esto ya lo sé. Si no me conociera diría que esto se parece poco a poco a una súplica, un ruego.
Cuento los colores del cielo: celesteazulturquezagrisnaranjarosa.
Me siento desolado y es porque de repente hay algo que sé. El presagio esta ahi, inscrito en ese cielo, a cada soplo más hermoso, más delicioso. Y más escalofriante, por supesto. Más temible, desopilante y cruel. Sin darme cuenta soy un niño que recuerda estar jugando a la mancha cuando es tocado. Pido gancho, quiero decir. Pero es tarde.
Un efecto hipnotico se escapa de las nubes, se va expandiendo.
Veo claras batidas a nieve y yemas revueltas. Papel de arroz. Siento que toco el azul con los ojos, es suave como un pétalo. Un dedo mío busca al otro por entre el pétalo. Me dicen que no por gozar la suavidad del pétalo está menos muerta la flor. Hablan de lo efímero.
Las nubes son algodones de azucar lentamente saboreados por mi retina. Más efímero.
El cielo y los presagios. Yo lo sé. Y saben ustedes, bien podría cerrar los ojos.
La explosión, la combinación mortal está en ese apego entre mis ojos y el cielo. Las nubes reflejadas en mis pupilas son el extremo, puntiagudo y tambaleante del trampolín.
Si ganaran fuerza mis párpados, la catastrofe se disiparía como en el mar un terrón de azúcar, imagino yo. Me pregunto si seré capaz. Esto ya no lo sé. Supuestamente es anatómicamente posible pero...
Queda poco tiempo. Yo, sigo mirando el cielo. Es curioso que, cuando está por ocurrir algo terrible, la gente suele juntar sus pestañas posteriores con las inferiores. Antes de la inyección, previo al salto, los parpados se arrugan. Y sin embargo yo , ojalá pudiera. Pestañear. Saltar.
Queda poco tiempo y esto sí que lo sé.
En la soledad del que sabe un poquito más, presiento que debo hacer cuanto pueda para evitar el horror. Esto implica, claramente, cerrar los ojos.
Pocas veces he sido valiente y martir. Pero esta vez, sacrificar un pedacito de cielo parece ser la más feroz de mis responsablidades, la sufrida obligación de todo héroe.
Y lo hago.
Qué calamidad enfrentar, párpados pegados, que el cielo sigue ahi, divina y hermosamente catastrófico, desafiante, casi sonriendo por haberme vencido.