Ya en el pasillo, cierras la puerta de tu departamento, primero una vuelta y luego dos. Guardas el pedazo de cobre en el bolsillo de tu saco y te diriges hacia el ascensor.
Frente a la puerta corrediza, se filtra la luz que indica que el dispositivo en cuestión está justo donde lo necesitas, casi esperándote, en el 8vo. Abres las puertas e ingresas. Pulsas la tecla correspondiente a planta baja y cierras las puertas. Al instante, todo va a empezar a bajar. Como siempre, ni te percatas de que se mueve pero lo sabes con seguridad: estás bajando. Ni dudas de que el cubículo, que sigue mecanismos que desconoces por completo, se deslice en posición vertical hacia abajo. Desciendes y sabes, en algunos minutos, estarás en planta baja, a la misma altura que los autos, los semáforos y peatones. Justo cuando te encuentras en ese viaje cotidiano, en el preciso y corto instante en que el ascensor pasa por entre los pisos seis y cinco, lo sientes: Tienes algo atorado. No sabes bien qué, pero hay algo, que no estás pudiendo sacar. Te recorre un violento desequilibrio entre el adentro y el afuera, algo anda mal.
Como un gato atragantado con su propia bola de pelos, sientes de golpe que algo por el esófago, te falta el aire. Piensas en lo que comiste y tomaste y no encuentras razón para semejante atoramiento. Evidentemente, algo ha empezado a crecer en tu garganta. No hay dudas, hay algo que intenta y no puede, salir. En el espejo, ves tu cara enrojecida y te asustas dos veces. Te asusta primero tu cara y luego el hecho de asustarte de tu cara.
En una mano, tienes el maletín con los papeles que entregarás al contador. Sobre el otro brazo, reposa una carpeta en la que acarreas la documentación que te pidió el abogado.
Te has puesto saco, a pesar de Diciembre, un poco por formalidad y otro poco porque escuchaste en el pronóstico algo acerca de una tormenta. Un brutal cambio de clima sobrevendría después de ella. El servicio meteorológico la anuncia para las 18 horas.
Te has ocupado de que no te falte paraguas por si acaso.
Sin embargo, mientras desciendes sin darte cuenta, te desespera aquello que tienes adentro.
Conoces por primera vez la sensación del pánico, nunca te ha perturbado tanto algo.
Sabes que debes sacarlo pero ignoras por completo cómo. Absurdamente toses. Tu cara se vuelve graciosamente más roja. Sin dejar de mirarte al espejo, ves en vos un rostro que no reconoces. Sientes como nunca el vértigo puntual: has llegado a planta baja.
Abres la puerta con prisa y sales a la calle con la esperanza de que el aire alivie tu sensación de atoramiento. Ya en la vereda, sobre las baldosas de cemento que pisas a diario, bajas la vista y la ves. Una flor, no tan lejos de tu zapato. Una florcita celeste, aun a tiempo de ser rescatada del asfalto. Curvas tu cuerpo hacia el piso, casi sin pensarlo y la tomas.
Entre tus papeles, tu paraguas y el cambio exacto para el boleto de colectivo, reposa ahora ella, hermosa. Ahí, en ese momento, lo sabes. Se te había atragantado un trampolín. Respiras aliviado.
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si tienes vos, tienes palabras. dejalas caer