¡Qué gozo, que no sean
nunca iguales las cosas.
que son las mismas!
¡Toda,
toda la vida es única!
Y aunque no las acusen
cristales ni balanzas,
diferencias minúsculas
aseguran a un ala
de mariposa, a un grano
de arena, la alegría
inmensa de ser otras.
Si el vasto tiempo entero
-río oscuro-se escapa,
en las manos nos deja
prendas inmarcesibles
llamadas días, horas
en que fuimos felices.
¿cómo nombrar con esa boca,
cómo nombrar en este mundo con esta sola boca en este mundo con esta sola boca?
Olga Orozco
Pedro para domingo
de Juan José Saer
Caminando por la semipenumbra polvorienta y estéril, si algo aprendí no fue sobre la luna sino sobre mí mismo. Supe que si el conocimiento tiene un límite, es porque los hombres, adonde quiera que vayamos, llevamos con nosotros ese límite. Es más: nosotros somos ese límite. Y si vamos a Marte o a la luna, las dos o tres cosas más que sabremos sobre Marte o la luna, no cambiarán en nada, pero en nada, la extensión de nuestra ignorancia. No cabe duda de que sabemos un poco más de nosotros mismos cuando, dejando nuestro pueblo natal, vamos a una gran ciudad, y después a otro continente, donde los hombres son un poco diferentes de nosotros, por sus rasgos exteriores, su religión, sus costumbres, pero ese poco más que sabemos no modifica para nada la cantidad de nuestro saber, en relación con lo que ignoramos, y esto no es una reflexión moral sino un simple cómputo.Fragmento de "Ligustros en Flor" de Juan José Saer
El cerro de la cruz
Cada vez que arribábamos a algún destino, nos encargábamos de afirmar en nuestras mentes y cuadernos el itinerario que habríamos de seguir en los días próximos. Generalmente, llevábamos con nosotros mapas y guías de viajeros que nos anticipaban los atractivos y lugares importantes de cada paradero. De todos modos, una visita a la oficina de turismo o una charla atenta con algún lugareño terminaban de delinear nuestros planes. Nos encargábamos de administrar nuestros tiempos minuciosamente de modo que no quedase ningún lugar sin recorrer. Cada punto en el mapa se transformaba así en una lista de cosas por hacer, monumentos y riquezas arquitectónicas por mirar, caminatas bien señalizadas por emprender. Si bien solíamos contar con tiempos acotados para la visita de cada lugar, procurábamos no irnos de ningún sitio sin verlo en su totalidad y la totalidad tenía el límite, preciso y seguro de lo que alguien alguna vez había creído necesario ponerle un nombre y un numerito de color en el mapa del pueblo, ciudad o comuna.
Sólo cuando podíamos garantizar que conocíamos el lugar en profundidad, estábamos listos para emprender la vuelta. Reacomodábamos entonces nuestro equipaje y, guardando con precaución mapas y folletería para el viajero, nos dirigíamos hacia otro sitio, rebosante de espacios en blanco en nuestras listas de excursiones proyectadas.
Al cabo de un tiempo de excursiones de este estilo, terminamos por saber que ciertos atractivos se reiteraban con una frecuencia asombrosa de un sitio al otro: el monumento a la madre, la fuente de la plaza, la capilla, el mirador alto desde donde se ve todo el pueblo, eran algunas de las figuritas asiduamente repetidas. Sumándole otras cuestiones más claramente fabricadas e ilusorias como la visita a las grutas- que solían significar cosas distintas en cada lugar- o el camino del indio o la vuelta del arcoíris. Trayectos armados que se repetían y dejaban ver que en uno u otro lugar, en las distancias más inhóspitas del globo había similitudes enormes entre los atractivos, idénticas cosas para hacer nos esperaban por más que transitemos incalculables kilómetros. Lejos de asombrarme, a mí me pareció muy natural esta coincidencia absoluta de nombres y lugares. La certeza de saber qué encontraría en el próximo destino calmaba con exactitud mi sed calculadora, me hacía sentir notablemente más seguro. Teníamos tiempo y planes sistemáticos, nada podía fallarnos ni faltarnos. Ni siquiera nos asustaba la sensación de dirigirnos hacia un destino tan previamente delineado, ni pensábamos inútil el sistema de recorrer leguas y leguas para ver los mismos lugares.
De todos los atractivos repetidos había uno que a mí me gustaba mayormente, una joya que era de todas, mi preferida y que más frecuentemente aparecía en los mapas del viajero: El Cerro de la Cruz. En casi cada paraje había una sierra, que por humilde y pequeña que fuera, había sido la elegida para clavar en su cima la cruz que le ofrecía entonces la oportuna nomenclatura. Subir hasta la cima de aquel cerro era para mí el requisito ineludible que me permitía considerarme satisfecho. Me encantaba ver la cruz, alta desde abajo y al ir subiendo ir sintiéndola más cerca. Además, la Cruz era el signo claro y transparente de haber llegado a la cima. Y llegar a la cima garantizaba una vuelta tranquila, sin remordimientos de haber dejado una tarea a medio hacer.
Desde que había caído en la cuenta de las grandes ventajas y la inefable hermosura de aquel emblemático cerro, había notado también que este era, probablemente el atractivo que más se repetía, el que casi nunca faltaba.
Cuando visitamos el primer pueblo en el que cruces y cerros no comulgaban con precisión-guía turística, procuré no alarmarme y darle al resto de las atracciones la importancia que igual se merecían. Pero cuando la situación comenzó a repetirse casi continuadamente y la carencia de un Cerro de la Cruz se volvió una constante en nuestros itinerarios, un vacío desgarrador comenzó a subirse desde mi estómago hasta el pecho. De pronto no encontraba ya el sentido a tanto despliegue de folletería pesada en la que yo sólo veía que faltaba, en uno y otro sitio, una cruz en la cima de algún cerro y un cartel preciso y centelleante que anuncie el camino hacia el Cerro de la Cruz.
A punto de caer en el pánico o la desesperación, envenenado hasta el fondo de mi ser de tanta ausencia, me sentía víctima de una eterna traición por parte de aquél cerro repetido del cual yo había sabido ser devoto fiel durante tanto tiempo de travesías. Mi sufrimiento era tal que había empezado a considerar comunicarles a mis compañeros de equipo mi despedida y consiguiente abandono de los itinerarios que aguardaban. Semejante decisión sería, como estaban las cosas, una puerta segura a la locura, un camino certero hacia el desatino. Hacía ya tanto tiempo que me encontraba envuelto en tales expediciones de recorrida sistemática, que no lograba vislumbrar mi vida sin viajar, sin un mapa en un bolsillo y una mochila al hombro. De todos modos, la agonía de buscar y no encontrar mi cerro amado, comenzaba a tornarse insostenible.
Como sucede tan frecuentemente, fue el espesor de mi desconsuelo el que terminó por hallar su desenlace. Estábamos en una pequeña comuna de los llanos, donde la planicie parecía augurar más inevitablemente que otras veces la ausencia de mi joya tan ansiada. De pronto, cuando levanté la vista por entre yuyos y maleza, logré ver una lomada un tanto pronunciada. Era ciertamente demasiado humilde como para llamarla cerro, pero entre la desértica llanura resplandecía como diamante. Fue allí cuando descubrí, con la satisfacción del que desentraña un gran enigma, que hasta aquella lomadita, tranquila y serena, podía ser de allí a un instante, mi Cerro de la Cruz.
Con ansiedad corrí a subirla y me sorprendió una brisa que alivió los calores agobiantes del sol del mediodía. Sin duda ni ira alguna, me apresure a clavar en la cima- lo que yo consideré sin titubear cima de lo que yo mismo estaba llamando cerro- una cruz fabricada con ramas desprolijas.
Respiré aliviado y la soledad se fue. Había pasado tanto tiempo ocupado en visitar atractivos que la posibilidad de fabricar lugares no estaba en mi radar cercano. Porque un lugar no es más que eso, un pedazo de tierra con un nombre. Un cerro de la cruz no es otra cosa que un relieve que sobresale entre lo llano en donde alguien ha creído pertinente clavar una cruz. ¿Y un mirador? Un lugar para mirar y claro que hay tantos, muchos más que los que caben en el mapa. Esa tarde y ese reencuentro cambiaron el curso de mis siguientes viajes. Ya no buscaba el cerro de la cruz. Yo era el cerro de la cruz.
Levitación
La puerta no cerraba y eso era un grave problema para la clase, un desafío que nosotros- los universitarios- debíamos afrontar de algún modo más o menos eficaz. Al profesor se le había ocurrido una idea brillante que había logrado ser efectiva al menos por un rato: había arrancado un cartel de esos que pueblan la facultad con mayor presencia que nunca en las fechas cercanas a las elecciones y había implementado- luego de efectuar los dobleces necesarios- una traba que llenaba el espacio vacío entre la puerta y su marco. Con el aula cerrada en perfecto rectángulo, la clase era otra cosa: la tiza se deslizaba más suavemente y las letras exhibían puntual claridad sobre el verde pizarrón. Ni hablar de la proyección que gozaba la voz del profesor, ya sin interrupciones de ruidos foráneos. Por supuesto que la efectividad del artefacto cerrajero reinaba el tiempo que tardaban en llegar a la clase los alumnos menos sincronizados que, al abrir la puerta con la timidez de quien se sabe infractor de un orden establecido, veían caer el papel doblado que efectuaba tan preciadas funciones. Cada uno de ellos intentaba luego reestablecer el orden imitando la artimaña que habían desarmado ingenuamente, cometido que no alcanzaba nunca el éxito en el primer intento y que a veces requería ayuda externa para efectivizarse.
Yo pensaba entonces en la suerte que había tenido en alcanzar con puntualidad los medios de transporte público que me llevaban hacia allí y no tener que protagonizar aquel vergonzoso espectáculo de lucha entre el hombre y la puerta. Por suerte estaba allí, cómodamente sentado en un asiento de la tercer hilera, ni muy al fondo ni muy al frente, junto a la ventana por la que se veían rejas y calle. Escribía en mi cuaderno anotaciones de gran importancia para mi futuro y me esforzaba en captar el mensaje que el profesor nos promulgaba. Todo transcurría con solemne normalidad cuando, en una distracción de esas que ocurren, miré hacia la ventana y me di cuenta de algo catastrófico. El piso de la ciudad ya quedaba enormemente lejos, allá abajo, a metros-quizás kilómetros- de distancia. En algún momento entre el pizarrón y mi cuaderno, había ocurrido sin que lo notemos, una especie de levitación áulica, que había dejado a la facultad tranquilamente lejos de la calle. Me pregunté con desesperación hacía cuánto que los sucesos podrían haber ocurrido y, por supuesto, de qué modo. Cómo era posible que no hayamos notado el movimiento. Pensé en la gravedad y en los movimientos circulares y constantes de los astros. Es indudable que los cuerpos se mueven muy a menudo sin que nos demos cuenta., pero este traslado era sin dudas demasiado abrupto y grande como para ser considerado como un movimiento más. Miré a mis compañeros con desesperación, buscando advertirles de lo ocurrido. Nadie me devolvía siquiera una mirada cómplice, los ojos de todos rebotaban del pizarrón al cuaderno y del cuaderno al profesor.
Envuelto en mi súbitamente descubierta soledad de profeta, empecé a analizar las consecuencias y pormenores de la desgracia acontecida y rápidamente caí en la cuenta que el hecho de que no sólo nuestra aula sino el edificio entero de nuestra casa de estudios se encuentre flotando en el aire iba a complicar bastante mi regreso al hogar. Pensé en la posibilidad de no salir más de esa aula y un sudor frio recorrió mi nuca, quise estallar en un grito de advertencia pero no pude y en vez de eso, continué tomando nota de las observaciones del profesor, como si nada ocurriera. Absurda tarea en circunstancias tan adversas ya que, en qué valía la academia sin su reencuentro con lo cotidiano, de qué me serviría la ciencia si jamás podría volver al abrazo familiar y al mate en la terraza. Pese a todas estas cavilaciones, mi mano derecha continuaba su movimiento sobre el papel, garabateando verdades con automatismo maquinal. Quizás era el mismo automatismo de siempre que ahora se me presentaba escalofriante sólo debido a mis ganas de detenerlo.
Finalmente sonó el timbre que indicaba el cambio de hora y el profesor concluyó la última idea de la clase. Esperé con cautela forzada a que alguno de mis compañeros de clase caiga en la cuenta de la situación y de por finalizada la soledad de mi tormento. Pero no. Todos tenían otra clase a la cual dirigirse, todos debían estar ya en otro sitio para la hora en que sonaba el timbre. Me quedé entonces absorto en la contemplación de aquella ventana, mirando las distancias que ya se me habían hecho costumbre, despidiéndome en silencio del gran pedazo de vida que no iba a ver jamás y aceptando con triste resignación mi nueva vida. “En algún momento tenía que pasar”, me dije como entendiendo todo y empezaé a pensar que quizás el origen del proceso levitatorio se remontaba más atrás en el tiempo de lo que podría haber pensado en un principio.
los puentes y los tuneles
que unen con capricho
un punto y otro del tiempo
preciso encontrar del río su afluente,
el que provoca que se funda lo diacrónico
y que chorree el pasado hacia el presente
y al revés
sospecho que ese cauce
de agua subterránea
susurra las verdades
que a mi piel le faltan
busco ese eslabón casi desesperada
ese punto en común
que sé, es muy probable
sea yo.