Trasladar al plano de la creación la fervorosa voluptuosidad con que, durante nuestra infancia, rompimos a pedradas todos los faroles del vecindario. O. G.

¿cómo nombrar con esa boca,
cómo nombrar en este mundo con esta sola boca en este mundo con esta sola boca?
Olga Orozco


El cerro de la cruz

Cada vez que arribábamos a algún destino, nos encargábamos de afirmar en nuestras mentes y cuadernos el itinerario que habríamos de seguir en los días próximos. Generalmente, llevábamos con nosotros mapas y guías de viajeros que nos anticipaban los atractivos y lugares importantes de cada paradero. De todos modos, una visita a la oficina de turismo o una charla atenta con algún lugareño terminaban de delinear nuestros planes. Nos encargábamos de administrar nuestros tiempos minuciosamente de modo que no quedase ningún lugar sin recorrer. Cada punto en el mapa se transformaba así en una lista de cosas por hacer, monumentos y riquezas arquitectónicas por mirar, caminatas bien señalizadas por emprender. Si bien solíamos contar con tiempos acotados para la visita de cada lugar, procurábamos no irnos de ningún sitio sin verlo en su totalidad y la totalidad tenía el límite, preciso y seguro de lo que alguien alguna vez había creído necesario ponerle un nombre y un numerito de color en el mapa del pueblo, ciudad o comuna.

Sólo cuando podíamos garantizar que conocíamos el lugar en profundidad, estábamos listos para emprender la vuelta. Reacomodábamos entonces nuestro equipaje y, guardando con precaución mapas y folletería para el viajero, nos dirigíamos hacia otro sitio, rebosante de espacios en blanco en nuestras listas de excursiones proyectadas.

Al cabo de un tiempo de excursiones de este estilo, terminamos por saber que ciertos atractivos se reiteraban con una frecuencia asombrosa de un sitio al otro: el monumento a la madre, la fuente de la plaza, la capilla, el mirador alto desde donde se ve todo el pueblo, eran algunas de las figuritas asiduamente repetidas. Sumándole otras cuestiones más claramente fabricadas e ilusorias como la visita a las grutas- que solían significar cosas distintas en cada lugar- o el camino del indio o la vuelta del arcoíris. Trayectos armados que se repetían y dejaban ver que en uno u otro lugar, en las distancias más inhóspitas del globo había similitudes enormes entre los atractivos, idénticas cosas para hacer nos esperaban por más que transitemos incalculables kilómetros. Lejos de asombrarme, a mí me pareció muy natural esta coincidencia absoluta de nombres y lugares. La certeza de saber qué encontraría en el próximo destino calmaba con exactitud mi sed calculadora, me hacía sentir notablemente más seguro. Teníamos tiempo y planes sistemáticos, nada podía fallarnos ni faltarnos. Ni siquiera nos asustaba la sensación de dirigirnos hacia un destino tan previamente delineado, ni pensábamos inútil el sistema de recorrer leguas y leguas para ver los mismos lugares.

De todos los atractivos repetidos había uno que a mí me gustaba mayormente, una joya que era de todas, mi preferida y que más frecuentemente aparecía en los mapas del viajero: El Cerro de la Cruz. En casi cada paraje había una sierra, que por humilde y pequeña que fuera, había sido la elegida para clavar en su cima la cruz que le ofrecía entonces la oportuna nomenclatura. Subir hasta la cima de aquel cerro era para mí el requisito ineludible que me permitía considerarme satisfecho. Me encantaba ver la cruz, alta desde abajo y al ir subiendo ir sintiéndola más cerca. Además, la Cruz era el signo claro y transparente de haber llegado a la cima. Y llegar a la cima garantizaba una vuelta tranquila, sin remordimientos de haber dejado una tarea a medio hacer.

Desde que había caído en la cuenta de las grandes ventajas y la inefable hermosura de aquel emblemático cerro, había notado también que este era, probablemente el atractivo que más se repetía, el que casi nunca faltaba.

Cuando visitamos el primer pueblo en el que cruces y cerros no comulgaban con precisión-guía turística, procuré no alarmarme y darle al resto de las atracciones la importancia que igual se merecían. Pero cuando la situación comenzó a repetirse casi continuadamente y la carencia de un Cerro de la Cruz se volvió una constante en nuestros itinerarios, un vacío desgarrador comenzó a subirse desde mi estómago hasta el pecho. De pronto no encontraba ya el sentido a tanto despliegue de folletería pesada en la que yo sólo veía que faltaba, en uno y otro sitio, una cruz en la cima de algún cerro y un cartel preciso y centelleante que anuncie el camino hacia el Cerro de la Cruz.

A punto de caer en el pánico o la desesperación, envenenado hasta el fondo de mi ser de tanta ausencia, me sentía víctima de una eterna traición por parte de aquél cerro repetido del cual yo había sabido ser devoto fiel durante tanto tiempo de travesías. Mi sufrimiento era tal que había empezado a considerar comunicarles a mis compañeros de equipo mi despedida y consiguiente abandono de los itinerarios que aguardaban. Semejante decisión sería, como estaban las cosas, una puerta segura a la locura, un camino certero hacia el desatino. Hacía ya tanto tiempo que me encontraba envuelto en tales expediciones de recorrida sistemática, que no lograba vislumbrar mi vida sin viajar, sin un mapa en un bolsillo y una mochila al hombro. De todos modos, la agonía de buscar y no encontrar mi cerro amado, comenzaba a tornarse insostenible.

Como sucede tan frecuentemente, fue el espesor de mi desconsuelo el que terminó por hallar su desenlace. Estábamos en una pequeña comuna de los llanos, donde la planicie parecía augurar más inevitablemente que otras veces la ausencia de mi joya tan ansiada. De pronto, cuando levanté la vista por entre yuyos y maleza, logré ver una lomada un tanto pronunciada. Era ciertamente demasiado humilde como para llamarla cerro, pero entre la desértica llanura resplandecía como diamante. Fue allí cuando descubrí, con la satisfacción del que desentraña un gran enigma, que hasta aquella lomadita, tranquila y serena, podía ser de allí a un instante, mi Cerro de la Cruz.

Con ansiedad corrí a subirla y me sorprendió una brisa que alivió los calores agobiantes del sol del mediodía. Sin duda ni ira alguna, me apresure a clavar en la cima- lo que yo consideré sin titubear cima de lo que yo mismo estaba llamando cerro- una cruz fabricada con ramas desprolijas.

Respiré aliviado y la soledad se fue. Había pasado tanto tiempo ocupado en visitar atractivos que la posibilidad de fabricar lugares no estaba en mi radar cercano. Porque un lugar no es más que eso, un pedazo de tierra con un nombre. Un cerro de la cruz no es otra cosa que un relieve que sobresale entre lo llano en donde alguien ha creído pertinente clavar una cruz. ¿Y un mirador? Un lugar para mirar y claro que hay tantos, muchos más que los que caben en el mapa. Esa tarde y ese reencuentro cambiaron el curso de mis siguientes viajes. Ya no buscaba el cerro de la cruz. Yo era el cerro de la cruz.

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