Trasladar al plano de la creación la fervorosa voluptuosidad con que, durante nuestra infancia, rompimos a pedradas todos los faroles del vecindario. O. G.

¿cómo nombrar con esa boca,
cómo nombrar en este mundo con esta sola boca en este mundo con esta sola boca?
Olga Orozco


Levitación

La puerta no cerraba y eso era un grave problema para la clase, un desafío que nosotros- los universitarios- debíamos afrontar de algún modo más o menos eficaz. Al profesor se le había ocurrido una idea brillante que había logrado ser efectiva al menos por un rato: había arrancado un cartel de esos que pueblan la facultad con mayor presencia que nunca en las fechas cercanas a las elecciones y había implementado- luego de efectuar los dobleces necesarios- una traba que llenaba el espacio vacío entre la puerta y su marco. Con el aula cerrada en perfecto rectángulo, la clase era otra cosa: la tiza se deslizaba más suavemente y las letras exhibían puntual claridad sobre el verde pizarrón. Ni hablar de la proyección que gozaba la voz del profesor, ya sin interrupciones de ruidos foráneos. Por supuesto que la efectividad del artefacto cerrajero reinaba el tiempo que tardaban en llegar a la clase los alumnos menos sincronizados que, al abrir la puerta con la timidez de quien se sabe infractor de un orden establecido, veían caer el papel doblado que efectuaba tan preciadas funciones. Cada uno de ellos intentaba luego reestablecer el orden imitando la artimaña que habían desarmado ingenuamente, cometido que no alcanzaba nunca el éxito en el primer intento y que a veces requería ayuda externa para efectivizarse.

Yo pensaba entonces en la suerte que había tenido en alcanzar con puntualidad los medios de transporte público que me llevaban hacia allí y no tener que protagonizar aquel vergonzoso espectáculo de lucha entre el hombre y la puerta. Por suerte estaba allí, cómodamente sentado en un asiento de la tercer hilera, ni muy al fondo ni muy al frente, junto a la ventana por la que se veían rejas y calle. Escribía en mi cuaderno anotaciones de gran importancia para mi futuro y me esforzaba en captar el mensaje que el profesor nos promulgaba. Todo transcurría con solemne normalidad cuando, en una distracción de esas que ocurren, miré hacia la ventana y me di cuenta de algo catastrófico. El piso de la ciudad ya quedaba enormemente lejos, allá abajo, a metros-quizás kilómetros- de distancia. En algún momento entre el pizarrón y mi cuaderno, había ocurrido sin que lo notemos, una especie de levitación áulica, que había dejado a la facultad tranquilamente lejos de la calle. Me pregunté con desesperación hacía cuánto que los sucesos podrían haber ocurrido y, por supuesto, de qué modo. Cómo era posible que no hayamos notado el movimiento. Pensé en la gravedad y en los movimientos circulares y constantes de los astros. Es indudable que los cuerpos se mueven muy a menudo sin que nos demos cuenta., pero este traslado era sin dudas demasiado abrupto y grande como para ser considerado como un movimiento más. Miré a mis compañeros con desesperación, buscando advertirles de lo ocurrido. Nadie me devolvía siquiera una mirada cómplice, los ojos de todos rebotaban del pizarrón al cuaderno y del cuaderno al profesor.

Envuelto en mi súbitamente descubierta soledad de profeta, empecé a analizar las consecuencias y pormenores de la desgracia acontecida y rápidamente caí en la cuenta que el hecho de que no sólo nuestra aula sino el edificio entero de nuestra casa de estudios se encuentre flotando en el aire iba a complicar bastante mi regreso al hogar. Pensé en la posibilidad de no salir más de esa aula y un sudor frio recorrió mi nuca, quise estallar en un grito de advertencia pero no pude y en vez de eso, continué tomando nota de las observaciones del profesor, como si nada ocurriera. Absurda tarea en circunstancias tan adversas ya que, en qué valía la academia sin su reencuentro con lo cotidiano, de qué me serviría la ciencia si jamás podría volver al abrazo familiar y al mate en la terraza. Pese a todas estas cavilaciones, mi mano derecha continuaba su movimiento sobre el papel, garabateando verdades con automatismo maquinal. Quizás era el mismo automatismo de siempre que ahora se me presentaba escalofriante sólo debido a mis ganas de detenerlo.

Finalmente sonó el timbre que indicaba el cambio de hora y el profesor concluyó la última idea de la clase. Esperé con cautela forzada a que alguno de mis compañeros de clase caiga en la cuenta de la situación y de por finalizada la soledad de mi tormento. Pero no. Todos tenían otra clase a la cual dirigirse, todos debían estar ya en otro sitio para la hora en que sonaba el timbre. Me quedé entonces absorto en la contemplación de aquella ventana, mirando las distancias que ya se me habían hecho costumbre, despidiéndome en silencio del gran pedazo de vida que no iba a ver jamás y aceptando con triste resignación mi nueva vida. “En algún momento tenía que pasar”, me dije como entendiendo todo y empezaé a pensar que quizás el origen del proceso levitatorio se remontaba más atrás en el tiempo de lo que podría haber pensado en un principio.

1 comentario:

si tienes vos, tienes palabras. dejalas caer