Los Frailes, Ecuador, Febrero de 2012 |
El mar en las manos
Yo
ahora estoy acá mirando el mar. Lo miro y creo en él y creer es
crear.
El
mar me obliga a mantenerme en movimiento, especialmente a esta hora
en la que nos vamos cambiando de sitio empujados por él y su
amenaza de abrazo. Cada ola se acerca un poco más y marca el
crecimiento del agua.
“No
ésta, la próxima sí nos va mojar”, pensamos y aun así no nos
movemos.
No
es sino cuando la marea más osada se acerca y trae agua a las
puntas de los pies que realmente tomamos mochilas y libros y
abandonamos el trono de arena para situarnos un poco más atrás,
donde estemos a salvo de la sal por algún rato, hasta que vengan a
sacarnos nuevas olas.
El
ritual se repite cada atardecer y es verdad que podríamos evitar
fácilmente esta mudanza por cuotas, este martirio de incompleta
inundación. Bastaría anticipar un cálculo y sentarnos allí donde
estemos a salvo del agua.
Pero
algún encanto hay en este dejarnos perseguir, algún sabor dulce se
trae este escape pausado.
A
mí personalmente, me fascina observar las olas tomar fuerza de a
poquito. Me enamoran puntualidad y valentía, sé de su cercana
traición e igual, feliz, presto los pies.
Quien
me viera observar cauta a la espuma, con un poco de ingenio
entendería que es algo más que la marea lo que me imanta aquí,
ahora.
La
playa me regala efectiva seducción pero ya no colecciono caracoles.
Alguna vez fui capaz aunque ahora me resulta imposible acumular
restos de playa y no es por no valorarlos, sé admirarlos y
asombrarme de sus curvas, colores y huecos, me sorprende el brillo
que les deja el agua y le sonrío a los laberínticos recorridos.
Alguna vez sí pude juntar recuerdos playeros y a los caracoles les
exigía algo más que belleza, porque a determinada edad y sin
preverlo, había descubierto algo interesante. Había sabido
encontrar caracoles grandes que, cerrando los ojos y arrimando el
oído en justo ángulo, me llevaban al mar. Hasta el momento de tal
revelación no había sabido imaginar magia más grande que el sonido
a oleaje encapsulado y latente en caracoles. Debía ser, es posible,
un caso más de amor entre opuestos como imanes esto de que espirales
y agua salada se atraigan en simbiosis. Alguna especie de fusión
afectiva que había provocado la mutación de aquellos grandes
caracoles en ocultos mares portátiles. Mucho de todo eso,
incomprensible, me encantaba a mí, niña de orilla. Me fascinaba la
idea de que me llevara a donde fuera ese abreviado acceso al mar,
porque el sonido al envolverme, hipnótico, me iba trayendo más que
melodías, me iba obligando a concebir también olores, a formular la
esencia misma del oleaje que habita ya lejana de la playa. La música
venía de algún lugar inexplicable y yo iba convocando a todo lo
otro que era el mar, a sus partes menores que tenían más poder, a
todo eso que se escapa al intentar describirlo, a aquellas cosas que
faltan en las fotografías.
Viento
y olas concentradas, tierno camino de sal, maravilla.
Pero
como se hilan y encadenan los encuentros, un día tuve un hallazgo
más terrible, desatenta y sin pensar en oír ondas brumosas, un vaso
de plástico recubriendo el tímpano me trajo también aquel camino
clandestino.
Al
poco rato supe que no era imprescindible acumular caracoles para
generar efecto de música y mar.
No
sólo cualquier vaso o recipiente cóncavo, también mi propia mano
en correcta posición abría igual camino hacía el fluir oceánico.
Supe que el verdadero asunto es, más que tener la herramienta, saber
conectar fiel con la imagen y el recuerdo de las olas. Bloquear
íntimamente a tantas otras y entregarse a la búsqueda de aquella
onda que queremos surcar. No sólo escuchar atenta, también
perseguir la precisión de los sentidos y habilitar el océano en
lugares impensados.
Lo
que no supe enseguida fue si la existencia de tantos caminos al mar
me hacía feliz o me decepcionaban. Precoz poseedora de un saber me
pregunté en cuál vaivén sería mejor confiar. Mis propias manos
eran sostén de mundos nuevos y mis ganas de creer puro transporte,
pero el mar también estaba en la intemperie, tan pronto a mojarme,
hamaca en la arena. Y yo, hechicera, debía elegir si conservar o
perder ese atajo hacia las olas. Era una dicha poder ir y venir del
paraíso pero también había peligro.
En
realidad el mar está allá afuera pero lo que realmente creo, lo que
realmente invento, es que hay mar si se lo busca con vehemencia por
sobre otras cosas que también existen. Privilegiar el agua es una
opción, saber oír entre las manos es virtud, pero lo más prudente
e importante es saber moderar nuestros aciertos.
En
la orilla, y sabiendo mis poderes, espero que me moje el otro mar.
Escucho su vaivén hipnotizada y miro mis manos. Las extiendo y las
observo asombrada, como si fueran un poco mías y un poco de la
orilla y estuvieran hechas de arena. De a poco siento que me asusta
lo que veo. Me pregunto dónde termina mi piel y empieza la playa,
quiero leer el mensaje oculto que traen las líneas de la palma pero
también acatar el enunciado de la espuma. Mis ojos rebotan desde las
líneas de la palma hacia la inmensa sal fiel quiromancia y yo le
tengo a ambas partes respeto y temor. Es él quien igual me va a
mojar y aunque yo sé que la música también vive en mis manos, en
la orilla mejor disimular.
Mientras más lo leo, más me gusta.
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