Trasladar al plano de la creación la fervorosa voluptuosidad con que, durante nuestra infancia, rompimos a pedradas todos los faroles del vecindario. O. G.

¿cómo nombrar con esa boca,
cómo nombrar en este mundo con esta sola boca en este mundo con esta sola boca?
Olga Orozco


empezando sobre baldosas de arena

Allí se entraba a través del jardín, sin dejar de percibir primero las rejas blancas e imponentes que separaban al adentro del afuera. Una vez que se lo atravesaba, ya estabas a salvo, y “piedra libre para todos mis compás”, ya nadie te iba a encontrar.

Como anticipándose a todo, como previniéndonos, advirtiéndonos, alguien había plantado, regado y mantenido allí un hermoso jazmín. Cuando en primavera se pintaba de color crema, el jardín era una fiesta. Entre los yuyos y el pasto, los tréboles. Estos últimos eran de una especie distinta: había algo que brillaba en ellos, algo que los hacía mágicos. Quizás era la posibilidad de encontrar uno de cuatro hojas de vez en cuando o quizás solamente el encanto de buscarlos.

Las baldosas eran de color amarillo; un color amarillo y una textura similar a la arena, como bien puede confirmar un niño que todo lo toca, todo lo prueba.

Y con los ojos casi fijos en el piso caminaba yo por esas baldosas-arena, por ese camino que se me presentaba tan inmenso a la niña que era, hasta llegar a la puerta. Y en esa puerta comenzaba y terminaba todo. Ese fuerte interludio de madera maciza, ese momento en el que se abría era siempre el más deseado del día.

Tentada de apretar cualquier botón, dejaba en ese momento deslizar mis dedos en las teclas sugestivas de aquel tocadiscos. Y “on” y “off”, y arriba y abajo, una gran diversión hasta que alguien me sorprendiera. Quizás que me pescaran era la verdadera diversión.

Atravesando la otra puerta, terminaba el misterio y sin miedo y sin pausa, yo casi corría. Estaba la mesa larga, con una frutera en el centro, cuyos dulces tesoros eran de verdad y no de plástico. Una mesada grande de mármol, una radio que susurraba algún tango y allí sentado, estaba mi abuelo.

Una mirada fija, la cara algo arrugada pero de gesto preciso y ese cabello blanco. Él se dirigía a mí por un instante. La sonrisa era puntual, nunca un momento después, tan exacta como ese gesto, que sólo entendía yo: el guiño de ojo cómplice y los dedos marcando un signo totalmente irrevocable. Tres. Su forma de hacer el número me terminaba de aclarar que él era grande y yo chiquita. Dedo pulgar, luego el índice y el anular. Tres. Y yo le respondía con un gesto. Tres. Pero yo torcía el pulgar y el meñique, dejando al descubierto los tres dedos del medio. Una postura típica de quien no conoce nada del mundo como para elegir lo más cómodo. La postura de quien todavía sonríe, como cuando todo es nuevo, y sus mayores aspiraciones son los tréboles de cuatro hojas del jardín. Con los mismos pasos firmes con los que había llegado, pero con algo más de ansiedad, yo casi corría, arrastrando todavía la bolsita del jardín y haciendo sonar a modo orquestal la taza de la merienda que llevaba dentro de ella.

Pero esta vez volvería pronto. Al lado del tocadiscos, mi único objetivo.

Como una dama, educada pero orgullosa, leal pero vanidosa, ella estaba siempre allí, casi esperando mi visita, todos los Jueves. De cerámica. Había sido brillante pero algo la había opacado con el paso del tiempo; tenía esculpidas flores rosadas. Era una vasijita larga, con una tapa marrón que se dejaba apartar por mis dedos pequeños. De allí, agarraba tres, sólo tres y nada más que tres palitos de la selva.

La humedad hacía que a menudo el papel se adhiriera al caramelito. Mis uñas no tenían la destreza. Y entre los pasos que me distanciaban de mi abuelo, mis dedos tomaban la más difícil decisión: o me arriesgaba a intentar despegarlo sin ayuda, para gozar quizás los beneficios de la victoria y mostrar triunfante el papelito entero y el caramelo sano, o buscaba la ayuda de él, que lo despegaba sin titubear, de una, sin dejar un pedacito de papel rosado en el caramelo.

En la mayoría de los casos asumía un riesgo en vano, y me veía finalmente recurriendo al socorro externo, a la ayuda urgente para despegar el papel y terminaba comiendo ese palito rosado y blanco, con algún resto de su envase, pero no por eso menos dulce, menos exquisito.

El ritual se repetía casi sin modificaciones, “No vas a comer pastel de papa”, se quejaba mi abuela al verme con mi tesoro escondido entre las manos. Siempre me llevaba tres caramelos, y el otro Jueves, volvía a estar llena; siempre. Era obvio que los caramelos se reproducían, se duplicaban y se triplicaban en esa caramelera mágica que tenían mis abuelos.

Qué pena verla ahora, tan lejos del tocadiscos y vacía.


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