¿cómo nombrar con esa boca,
cómo nombrar en este mundo con esta sola boca en este mundo con esta sola boca?
Olga Orozco
diciembre, batallas, espirales y mario
la aniquiladora
idea de la muerte
con ese incontenible
afán de vida?
¿cómo acoplar el horror
ante la nada que vendrá
con la invasora alegría
del amor provisional
y verdadero?
¿cómo desactivar la lápida con el sembradío?
¿la guadaña
con el clavel?
¿será que el hombre es eso?
¿esa batalla?
"Esa batalla", Mario Benedetti
julio para domingo
No hay que llorar porque las plantas crecen en tu balcón, no
hay que estar triste
si una vez más la rubia carrera de las nubes te reitera lo
inmóvil,
ese permanecer en tanta fuga. Porque la nube estará ahí,
constante en su inconstancia cuando tú, cuando yo -pero por
qué nombrar el polvo y la ceniza.
Sí, nos equivocábamos creyendo que el paso por el día
era lo efímero, el agua que resbala por las hojas hasta
hundirse en la tierra.
Sólo dura la efímero, esa estúpida planta que ignora la
tortuga,
esa blanda tortuga que tantea en la eternidad con ojos
huecos,
y el sonido sin música, la palabra sin canto, la cópula sin
grito de agonía,
las torres del maíz, los ciegos montes.
Nosotros, maniatados a una conciencia que es el tiempo,
no nos movemos del terror y la delicia,
y sus verdugos delicadamente nos arrancan los párpados
para dejarnos ver sin tregua cómo crecen las plantas del
balcón,
cómo corren las nubes al futuro.
¿Qué quiere decir esto? Nada, una taza de té.
No hay drama en el murmullo, y tú eres la silueta de papel
que las tijeras van salvando de lo informe: oh vanidad de
creer
que se nace o se muere,
cuando lo único real es el hueco que queda en el papel,
el golem que nos sigue sollozando en sueños y en olvido.
... con las metáforas no se juega. El amor puede surgir de una sola metáfora.Milan Kunderaen el interior de los sucesos
dentro de los hechos y acontecimientos,
habita el no:
lo que por extraños entrecruzamientos
no ocurrió
hablo de lo ambiguo
y de libros cerrados
de un doble montaje de metáforas-peligrosas-
presagio
Y esto, lo sé. Pocas cosas sé pero esto lo sé.
De golpe, la perfección espanta. Recorre mi cuerpo como lo harían corrientes eléctricas.
Nadie entiende nada. Yo tampoco, esto también lo sé. Es que apenas estamos listos para desenrollar alguna verdad chiquitita, abrimos la boca, afilamos el lapiz, recargamos la pluma y chau: Volvemos al inicio. Por ejemplo ahora que les cuento a ustedes, como si entendieran, que va a sucederme algo terrible y que yo esto ya lo sé. Si no me conociera diría que esto se parece poco a poco a una súplica, un ruego.
Cuento los colores del cielo: celesteazulturquezagrisnaranjarosa.
Me siento desolado y es porque de repente hay algo que sé. El presagio esta ahi, inscrito en ese cielo, a cada soplo más hermoso, más delicioso. Y más escalofriante, por supesto. Más temible, desopilante y cruel. Sin darme cuenta soy un niño que recuerda estar jugando a la mancha cuando es tocado. Pido gancho, quiero decir. Pero es tarde.
Un efecto hipnotico se escapa de las nubes, se va expandiendo.
Veo claras batidas a nieve y yemas revueltas. Papel de arroz. Siento que toco el azul con los ojos, es suave como un pétalo. Un dedo mío busca al otro por entre el pétalo. Me dicen que no por gozar la suavidad del pétalo está menos muerta la flor. Hablan de lo efímero.
Las nubes son algodones de azucar lentamente saboreados por mi retina. Más efímero.
El cielo y los presagios. Yo lo sé. Y saben ustedes, bien podría cerrar los ojos.
La explosión, la combinación mortal está en ese apego entre mis ojos y el cielo. Las nubes reflejadas en mis pupilas son el extremo, puntiagudo y tambaleante del trampolín.
Si ganaran fuerza mis párpados, la catastrofe se disiparía como en el mar un terrón de azúcar, imagino yo. Me pregunto si seré capaz. Esto ya no lo sé. Supuestamente es anatómicamente posible pero...
Queda poco tiempo. Yo, sigo mirando el cielo. Es curioso que, cuando está por ocurrir algo terrible, la gente suele juntar sus pestañas posteriores con las inferiores. Antes de la inyección, previo al salto, los parpados se arrugan. Y sin embargo yo , ojalá pudiera. Pestañear. Saltar.
Queda poco tiempo y esto sí que lo sé.
En la soledad del que sabe un poquito más, presiento que debo hacer cuanto pueda para evitar el horror. Esto implica, claramente, cerrar los ojos.
Pocas veces he sido valiente y martir. Pero esta vez, sacrificar un pedacito de cielo parece ser la más feroz de mis responsablidades, la sufrida obligación de todo héroe.
Y lo hago.
Qué calamidad enfrentar, párpados pegados, que el cielo sigue ahi, divina y hermosamente catastrófico, desafiante, casi sonriendo por haberme vencido.
un punto fijo
Cuando llegaba el momento, yo casi siempre me detenía en los cordones de las zapatillas de mi compañero de en frente. Ni siquiera los cordones, simplemente un pequeño ojal era suficiente. Ese pequeño intercisio por donde pasaba el cordón, y fruncía levemente la boca de la zapatilla.
No había una zapatilla en el mundo, que conociera con tanto detenimiento como aquella, ni otro cordón al cual quisiera tanto. Porque, mal o bien, era el que me salvaba de los mareos. Mientras bajaba lentamenta la cabeza, mientras torcía poco a poco la columna y caían a su ritmo cada vertebra, el cordón me mantenía en vilo. Ese ojal redondito y de nada era entonces la realidad misma, la infinitud toda. Y, resultaba tan simpático e inofensivo, que nada me asustaba.
Como el frio en los pies, como el primer paso, como el último mate lavado, casi todo dependía de concentrarse en un único punto fijo.
Las colchonetas eran más bien asperas, hasta reticentes. Reticentes y azules.
Yo, como todos y como siempre, disfrutaba más algunas cosas que otras. El calentamiento me atraía más que los ejercicios en sí, la relajación más que los saltos.
Los otros podían golpear la pelota e incluso pasarla del otro lado de la red. Había, como siempre, de los goleadores y los atletas, los acróbatas y las piruetas. Yo, prefería concentrarme en un punto fijo. Las pelotas y el punto fijo. Los golpes y el punto fijo. Las caídas y el punto fijo. El pasado y el punto fijo.
A veces, para no marearme, puedo volver al punto fijo, el cordón de la zapatilla, su ojal. Esas cositas de nada, esas naditas que dan cosita.
Un diente de leon bien silvestre y amarillo, un foco amarillo que a veces es el sol.
A veces es el sol, mi punto fijo. Para no marearme, un punto fijo.
Para los recuerdos,y los desacuerdos, un punto fijo.
Para tus ojos que recorren incansables estas letras, un punto fijo.
un boceto más
-lo que anheles-
no busques amigo,
no busques
pero tampoco trunques
para sorprenderte
no pretendas, cauto
andar protegido,
pero tampoco aguardes
paciente y obediente
a escuchar que te llamen
por el apellido
para encontrar
-la paz-
camina convencido
de que está justamente,
en donde no la busques
en los repliegues mismos
de las cascaras de huevo,
en las claras y también
en las yemas,
en la cabeza del fosforo y también
en su fuego,
en las suelas del zapato y también
en su tierra,
en los manchones de tinta y por qué no
en el corrector,
blanco que desparramas,
una vez el error ya cometido
para encontrar, sonríe
como quien no sabe
que sonríe y también
esta buscando
o dicho de otro modo
de un modo más simple
para encontrar
no encuentres
Es como si ordenáramos nuestra biblioteca...
Como si un día, desprevenidos e inocentes, nos asaltara nuestro lado más supersónico, más abejorro. Entonces, si eso pasara, sacaríamos los libros uno a uno, los dejaríamos reposar horizontales sobre la alfombra y ellos confundidos se preguntarían qué pasa.
Quizás también contaríamos con la ayuda de un plumero o una gamuza, y nos dispondríamos a arar cada estante en busca del blanco o del marrón más puro. Descubriríamos entonces libros olvidados y olvidos en los libros. Nos visitaría una receta de cocina, un número telefónico. Tal vez una moneada, o una carta nunca enviada.
¡Pero qué polvo tiene locke y cuanto locke en el polvo!
La biblioteca, como una huerta infértil ya no existiría. La alfombra, recubierta de pedazos de conocimiento fragmentado, se sentiría rara.
Y nosotros despiadados, flagelaríamos a cada cosa con los ojos y, desesperados, seleccionaríamos criterios.
Infantiles por allá, diccionarios de este otro lado. Cuentos acá , novelas allí.
Se sentirían tristes Oliverio y Shakespeare al ya no rozarse. Mirarían con odio Alejandra y Julio.
Luego diríamos, por un lado ficción y del otro la ciencia- convencidos que es tan simple divorciar la realidad de la fantasía. Y Margaret Mead extrañaría a René Barjavel.
Y la biblioteca quedaría como la escena del crimen, como el papel picado después de la piñata, como el algodón de azúcar cuando nadie sonríe.
Nosotros, que podemos ser más Bush que el propio Sadam Hussain, sonreiríamos satisfechos. Perversos y satisfechos. Hasta que, por ejemplo, volviéramos la espalda y encontráramos quizás un ejemplar rebelde. Quizás por olvido, quizás por karma, nos esperaría allí ese caso indescifrable.
Podría ser un Lewis Carrol o un Carlos Castaneda. El pánico nos recorrería y frunciríamos las muecas. ¿Dónde ubicarlo en la ya completa torre de arena?
Finalmente, podrían suceder varias cosas.
Podríamos huir resignados o jugar un rato al Jenga. Probar combinaciones que no alteren el esquema, que no invoquen supersticiones.
Si ponemos aquí podemos mover estos dos allá, total Alejandra también escribió prosa.
De ceños fruncidos y labios papel crepé enfrentaríamos cabizbajos que las cuentas no cierran, que el balance no da.
El hermanastro rebelde correría riesgo en nuestras manos nerviosas y lo ubicaríamos quizás en posición horizontal, en un reposo incómodo sobre libros clasificados.
Y cuando cada día nos arrimásemos a la torre caída, nos dolería bastante ese cabito suelto, esa baldosa floja, ese fraude en el esquema. Nos pesaría en el ego como plomo y respiraríamos hondo y olvidaríamos, como siempre.
ya sabía
de lo que junio dejó
más que una ausencia, una deforme transparencia
más que una caída, un silencio
más que un silencio, un trueque
y más que un trueque, un péndulo
oliverio para domingo
Ya sé que todavía
los émbolos,
la usura,
el sudor,
las bobinas
seguirán produciendo,
al por mayor,
en serie,
iniquidad,
ayuno,
rencor,
desesperanza;
para que las lombrices con huecos portasenos,
las vacas de embajada,
los viejos paquidermos de esfínteres crinudos,
se sacien de adulterios,
de hastío,
de diamantes,
de caviar,
de remedios.
Ya sé que todavía pasarán muchos años
para que estos crustáceos
del asfalto
y la mugre
se limpien la cabeza,
se alejen de la envidia,
no idolatren la saña,
no adoren la impostura,
y abandonen su costra
de opresión,
de ceguera,
de mezquindad.
de bosta.
Pero, quizás, un día,
antes de que la tierra se canse de atraernos
y brindarnos su seno,
el cerebro les sirva para sentirse humanos,
ser hombres,
ser mujeres,
-no cajas de caudales,
ni perchas desoladas-,
someter a las ruedas,
impedir que nos maten,
comprobar que la vida se arranca y despedaza
los chalecos de fuerza de todos los sistemas;
y descubrir, de nuevo, que todas las riquezas
se encuentran en nosotros y no bajo la tierra.
Y entonces...
¡Ah!, ese día
abriremos los brazos
sin temer que el instinto nos muerda los garrones,
ni recelar de todo,
hasta de nuestra sombra;
y seremos capaces de acercarnos al pasto,
a la noche,
a los ríos,
sin rubor,
mansamente,
con las pupilas claras,
con las manos tranquilas;
y usaremos palabras sustanciosas,
auténticas;
no como esos vocablos erizados de inquina
que babean las hienas al instarnos al odio,
ni aquellos que se asfixian
en estrofas de almíbar
y fustigada clara de huevo corrompido;
sino palabras simples,
de arroyo,
de raíces,
que en vez de separarnos
nos acerquen un poco;
o mejor todavía
guardaremos silencio
para tomar el pulso a todo lo que existe
y vivir el milagro de cuanto nos rodea,
mientras alguien nos diga,
con una voz de roble,
lo que desde hace siglos
esperamos en vano.
"Lo que Esperamos", Oliverio Girondo
Alejandra Pizarnik
te hacían llorar de niña
te hacían bajar, lo sabes.
¿Y ahora?
ahora te hacen correr, te hacen vibrar
te hacen amar
Y porque no estás del otro lado,
porque hay un otro lado
-un otro otro otrorizado-
querés traspasar
cómplices lineas,
escuetas fronteras,
que si burlaras,
si acaso osaras trasgredir,
estarías más en tu lado que nunca
y el viejo lado que te era tuyo
sería al fin ese otro lado
que mirarías tentada
al cual querrías-inútilmente- llegar
dice Octavio
entre lo que digo y callo,
entre lo que callo y sueño,
entre lo que sueño y olvido,
la poesía.
Se desliza
entre el sí y el no:
dice
lo que callo,
calla
lo que digo,
sueña
lo que olvido.
No es un decir:
es un hacer.
Es un hacer
que es un decir.
La poesía
se dice y se oye:
es real.
Y apenas digo
es real,
se disipa.
¿Así es más real?
Octavio Paz
escribe un poema
destrúyelo
recoge los pedazos
dinamítalos
rescata las ruinas
incéndialas
y con las cenizas
anímate a hacer
un nuevo poema
haz un nuevo poema
y antes de que se forme
desintégralo
su abuelo y no
Y ahi fue que Pablo se dio cuenta que para que alguien le hiciera acordar a su abuelo, no era en absoluto necesario el parecido físico. Quizás sí se trataba de una especie de aura, una energía de la que se cargaba el aire circundante a la persona qe se le asemejaba. O quizás simplemente, las ganas de acordarse que tenía uno, aún cuando no pudiera, de ningun modo, saberlas presentes.
Entonces, justo en ese momento, Pablo pensó que no lograba decidir si era por cortesía o crueldad que ella, aún le seguía ofreciendo café, cada Domingo despues del almuerzo. No, no tomo café, decía él. Y no podía evitar encrisparse un poco ante esa pregunta, que enmascaraba a tantas otras.
No, gracias, más tarde unos mates. Y en el no al café se englobaba una temible secuencia de noes, que la espalda de Pablo, toda la piel que recubría su columna, traducía en escalofríos, puntadas que recorrían el centro y el eje de su cuerpo.
Y ahi estaba su abuelo, esperando al 526- tal vez al 521, tal vez no esperaba, tal vez no abuelo- Pablo nunca había aceptado los noes. Pensó en la máquina de cortar el pasto, y en los No, en las tijeras de jardinería y en los No, en los tomacorriente sin zapatillas de goma, y en los nN, en el café frio, siempre inoportuno y en los No. Pensó en su abuelo, que estaba ahi y No. Algun día, se mintió, algo se irá del todo. Quizas, tal vez, va a haber un domingo en el que las ausencias sean eso, cosas que no están. Y lo que no esté sería como si no hubiera existido nunca.
Como el sol que sale, como el que se pone, todo sucedía en pos de esa unica palabra de dos letras. Pablo hubiera querido no escuchar al sol, no ver a su abuelo, no odiar al café, pero entre el querer y el ser se entretejen inevitablemente, muchas deliciosas incomprensiones.
¿Y si ese hombre sí era su abuelo? ¿Si esa mujer desnuda que veía cada mañana al levantarse, del lado izquierdo de una cama en la cual el siempre ocupaba el derecho, era en verdad la mujer que él amaba? Pablo, como cualquiera de nosotros no lo sabrá nunca, por suerte.
Y para salvar algunas contradicciones demasiado peligrosas, para evitarnos confudir fotos con espejos. En fin, para rescatarnos de los péndulos indecisos o simplemente por pura maldad de un Diós de cotillón, el 526 finalmente llega a la parada. Esa nave tan argenta que se detiene, y va hinchándose de a poco de gente indiferente es la campana que significa para Pablo el fin de ese viaje en el tiempo, la vuelta al mundo de noes.
si te preguntara- por ejemplo-
dirás "Claro, he caminado y caminado"
Y creerás no mentirme
al afirmarte caminante,
al proclamarte viajero,
caballero andante.
Y si te preguntara -acaso-
si has vivido
me hablarás de latidos
pulsaciones y órganos
Dirás palabras virtuosas
que a mí solamente
me resultarán graciosas
Pues no sabré de que hablas
siempre que enuncies con certeza
No estaré tranquilo
sin una imperfección
sin una vocal rebelde
que se escape del renglón
Si te preguntara -tal vez-
si has leido
nombrarás a Baudeliere
Pizarnik o Thomas Mann,
recitarás versos,
enunciaras teoremas.
Relucientes prosemas
saldrán de tu interior
sin que tiemblen siquiera
las fotos de tus próceres
sin que se caiga una estatua
de las que estas orgulloso
Pero si te preguntara -en cambio-
si has recorrido
si siquiera has pisado
un centímetro más allá
de tu cuadro familiar
Si te preguntara si te atreverías
a sanjar osado
las milimétricas distancias
hacia lo desconocido
Seguramente tu
te quedarás callado
y yo al mirarte fijo
sabré que aún estoy vivo
sentiré la rabia de los vivos
el dolor de los vivos
el temblor de los vivos que miran
una sombra muerta
Me sentiré tan vivo
que ni me daré cuenta
que ni sospecharé
que ese rostro que miro
no es otro que el mío
y que, frente al espejo,
por eso escribo.
mi mirada desde la alcantarilla
Y en el instante siguiente
Como quien no quiere la cosa
De golpe y sin intención
Sin saberlo ni soñarlo
Caminando y caminando
Y de nubes grisáceas
cuando inocentes felices
el poeta es un fingidor
finge tan completamente
que hasta finge que es dolor
el dolor que en verdad siente
Pessoa
algunas veces
pendulares veces
mejor dejar
baja la persiana
para que no puedan
asomarse aquellos
que ingresar ni intentarían
si acaso dejáramos
la persiana abierta
sin dudar, sin trotar, sin clonar
debe ser mejor,
la persiana baja
y del otro lado,
princesa cautiva
fabricar hamacas
aniquilar plumas
cocinar puentes
sin sostenes pares
de sirenas en los trenes
Ella era una sirena tan real que le dio miedo. Tuvo vergüenza de andar por ahí, desnuda entre vagón y vagón convenciendo a todos de que lo que existe, existe.
A ella no la engañaban fácilmente, porque era chiquita pero entendía todo.
Sólo un instante más de vuelo la hubiera salvado, un soplo más de vértigo que la hubiera inmunizado como una burbuja protectora encapsula a los cuerpos de cualquier malpoder que ande flotando por el aire.
Pero sus alas eran tan fuertes como pesadas, y su cola de sirena un tesoro tan peligroso como deseado.
-"¡ No me mientan, no me mientan!"- tuvo que reclamar entre lagrimas, para susurrar luego, un poco más tímidamente, que era a ella a quien no le gustaba mentir.
Decir la verdad creyéndola emboscada y engañarse con los turbios reflejos de un manantial que ha dejado de fluir, era su contradicción a la vez que su magia.
No había nada de engaño en sus canciones; pero ella, de golpe cambió los agudos por graves y sus carcajadas devinieron lágrimas.
Es que la elasticidad de algunos es tan grande, tan paracaídas, tan caleidoscopio que los puños se cierran y los labios se arrugan y buscan refugio detrás de los dientes.
Ella saltaba entre los vagones, se tambaleaba de tal forma, sin prisa ni temor, sobre la cuerda floja del tren en movimiento, que ya no estaba más allí. Imagínense ustedes, qué viaje tan económico emprendía, sin culpa. Bueno, casi sin culpa.
Ante tanto casco y tan poca sonrisa, era casi imposible no sentir al menos un poco de culpa.
Y viajar implica regresar, aunque nunca regresemos completos, nunca.
Y ella era tan sirena que se asustaba a veces de los mismos humanos, y desconfiaba tanto de sus garras que terminaba electrocutando a todos. Pero, por suerte, enseguida se arrepentía y deseaba cosas buenas para cada mortal que anduviese por ahí.
Es que ser sirena desde tan pequeña, en ese planeta tan seco, era hermosamente problemático. Y ella no paraba de transformarse, y la metamorfosis era tan parecida a los cuentos de hadas que no cabían dudas de que ésta sirena, podía, si quería, ser cualquier cosa. Podía en un instante hacer aparecer olas en el medio de una laguna seca y en el instante siguiente, crear un tobogán alto y reluciente para que todos, sin miedo, se transformaran alegres.
Si hubiera tenido al menos una dosis de furia en su retina, nos hubiera destruido a nosotros que, desprevenidos, olvidamos ocultar nuestras alas, nunca tan fuertes como las suyas pero todavía capaces de levantar un poco de vuelo.
Su cuerpito no se conformaba con tomar una forma única y andaba cambiando su contorno y color con cada soplo del viento, o con cada estación, quizás. O tal vez, ella tenía una apariencia para cada una de nuestras miradas, que la seguían fielmente en su recorrido por mundos diversos.
Es que ella, con su metamorfosis casi continua, no lograba quedarse estática y predicaba la más hermosa de las religiones, prestando a todos una generosa sonrisa.
¿Quién sabe donde andará ahora que el tren ya arribó hace horas y ella se bajó, volando, como lo hacen las mejores sirenas?
Tanto girar el volante de la calesita que, sin quererlo, miró para abajo y no pudo más que llorar cuando temió que los mil colores que el girar le devolvían no fuesen más que una imagen deformada de la realidad. Maldita costumbre la de preguntarse sobre la realidad, cuando se está tan lejos de ella que es a la vez más verdadera. Y hubo que explicarle sin rodeos que todo era un juego, para que pudiesen revivir sus poderes.
Nos dejó un saludo-relámpago y una sonrisa de garganta anudadada y nos dejó el desafío de seguir su búsqueda, aún cuando no queden más sirenas en el agua.
empezando sobre baldosas de arena
Allí se entraba a través del jardín, sin dejar de percibir primero las rejas blancas e imponentes que separaban al adentro del afuera. Una vez que se lo atravesaba, ya estabas a salvo, y “piedra libre para todos mis compás”, ya nadie te iba a encontrar.
Como anticipándose a todo, como previniéndonos, advirtiéndonos, alguien había plantado, regado y mantenido allí un hermoso jazmín. Cuando en primavera se pintaba de color crema, el jardín era una fiesta. Entre los yuyos y el pasto, los tréboles. Estos últimos eran de una especie distinta: había algo que brillaba en ellos, algo que los hacía mágicos. Quizás era la posibilidad de encontrar uno de cuatro hojas de vez en cuando o quizás solamente el encanto de buscarlos.
Las baldosas eran de color amarillo; un color amarillo y una textura similar a la arena, como bien puede confirmar un niño que todo lo toca, todo lo prueba.
Y con los ojos casi fijos en el piso caminaba yo por esas baldosas-arena, por ese camino que se me presentaba tan inmenso a la niña que era, hasta llegar a la puerta. Y en esa puerta comenzaba y terminaba todo. Ese fuerte interludio de madera maciza, ese momento en el que se abría era siempre el más deseado del día.
Tentada de apretar cualquier botón, dejaba en ese momento deslizar mis dedos en las teclas sugestivas de aquel tocadiscos. Y “on” y “off”, y arriba y abajo, una gran diversión hasta que alguien me sorprendiera. Quizás que me pescaran era la verdadera diversión.
Atravesando la otra puerta, terminaba el misterio y sin miedo y sin pausa, yo casi corría. Estaba la mesa larga, con una frutera en el centro, cuyos dulces tesoros eran de verdad y no de plástico. Una mesada grande de mármol, una radio que susurraba algún tango y allí sentado, estaba mi abuelo.
Una mirada fija, la cara algo arrugada pero de gesto preciso y ese cabello blanco. Él se dirigía a mí por un instante. La sonrisa era puntual, nunca un momento después, tan exacta como ese gesto, que sólo entendía yo: el guiño de ojo cómplice y los dedos marcando un signo totalmente irrevocable. Tres. Su forma de hacer el número me terminaba de aclarar que él era grande y yo chiquita. Dedo pulgar, luego el índice y el anular. Tres. Y yo le respondía con un gesto. Tres. Pero yo torcía el pulgar y el meñique, dejando al descubierto los tres dedos del medio. Una postura típica de quien no conoce nada del mundo como para elegir lo más cómodo. La postura de quien todavía sonríe, como cuando todo es nuevo, y sus mayores aspiraciones son los tréboles de cuatro hojas del jardín. Con los mismos pasos firmes con los que había llegado, pero con algo más de ansiedad, yo casi corría, arrastrando todavía la bolsita del jardín y haciendo sonar a modo orquestal la taza de la merienda que llevaba dentro de ella.
Pero esta vez volvería pronto. Al lado del tocadiscos, mi único objetivo.
Como una dama, educada pero orgullosa, leal pero vanidosa, ella estaba siempre allí, casi esperando mi visita, todos los Jueves. De cerámica. Había sido brillante pero algo la había opacado con el paso del tiempo; tenía esculpidas flores rosadas. Era una vasijita larga, con una tapa marrón que se dejaba apartar por mis dedos pequeños. De allí, agarraba tres, sólo tres y nada más que tres palitos de la selva.
La humedad hacía que a menudo el papel se adhiriera al caramelito. Mis uñas no tenían la destreza. Y entre los pasos que me distanciaban de mi abuelo, mis dedos tomaban la más difícil decisión: o me arriesgaba a intentar despegarlo sin ayuda, para gozar quizás los beneficios de la victoria y mostrar triunfante el papelito entero y el caramelo sano, o buscaba la ayuda de él, que lo despegaba sin titubear, de una, sin dejar un pedacito de papel rosado en el caramelo.
En la mayoría de los casos asumía un riesgo en vano, y me veía finalmente recurriendo al socorro externo, a la ayuda urgente para despegar el papel y terminaba comiendo ese palito rosado y blanco, con algún resto de su envase, pero no por eso menos dulce, menos exquisito.
El ritual se repetía casi sin modificaciones, “No vas a comer pastel de papa”, se quejaba mi abuela al verme con mi tesoro escondido entre las manos. Siempre me llevaba tres caramelos, y el otro Jueves, volvía a estar llena; siempre. Era obvio que los caramelos se reproducían, se duplicaban y se triplicaban en esa caramelera mágica que tenían mis abuelos.
Qué pena verla ahora, tan lejos del tocadiscos y vacía.